Por Luis Barragán
Ya son demasiado numerosas las urbanizaciones de la clase media sobreviviente que padecen de un vandalismo al detal, silencioso, corrosivo y pertinaz. Constituye un dato adicional al asalto, armado o no, entre otros delitos cometidos a la vista de todos, que justifican el cierre preventivo de las calles y el enrejado de casas y edificios, por cierto, ya irrepetible por sus elevados costos.
El pago del condominio, por dolarizado que sea, ya no alcanza para extremar la seguridad de los inmuebles que sufren de hurtos menores, levantando también sospechas en torno a ocupantes desesperados, por no mencionar a los sobrevenidos, a veces, estridentes, capaces de una remodelación audaz y contra todo pronóstico, en cualquier momento del año. Solamente, una cámara escondida, entre las otras de seguridad, puede recoger el testimonio de una fechoría que queda impune.
Bombillos, gasolina, herramientas, cauchos, bombas de agua, mangueras, cortagramas, algún dispositivo del tablero eléctrico, telefónico o de gas, corren la misa suerte, por viejo que sean los instrumentos que se encuentran en las áreas comunes, sótanos, garajes, jardines, ahora, muy cotizados en las ferreterías y afines. En nuestro edificio, repentinamente, dejó de funcionar el ascensor al que le fue extraído un decisivo aparato electrónico (“variador de frecuencia”), por una persona que se coló con habilidad, abrió las puertas y profesionalmente se deslizó sobre el techo, lo tomó y huyó con pasmosa tranquilidad.
Nada prometedor es el destino de la filmación, excepto el procedimiento revelado, porque – es de suponer – el anónimo personaje no volverá a incurrir en un acto que seguramente abultará las estadísticas, fuera de la competencia con otros asaz graves e insolubles tratándose del Estado Comunal en desarrollo. Al suscribir estas notas, todavía hay que trotar las escaleras, magnificándose el esfuerzo para aquellas personas de edad que, inevitable, las trajinan por las frecuentes situaciones de emergencia que confrontan, añadidas la de salud.
La actividad delictiva que un venezolanismo bien expresa, el raterismo, luce pasajera de hacer caso a un magnífico libro de Roberto Briceño-León y Alberto Camardiel (“Delito organizado, mercados ilegales y democracia en Venezuela”, Alfa, Caracas, 2015), pues, acaso, individual y selectiva, no tardará en absorberla toda una pandilla para intentar una escala mejor que la ordene y sustente, haciéndola rentable, encontrando un antídoto ofertado por los mafias y sus habituales “vacunas” urbanas.
Parece la lógica irresistible de una dinámica que ha afectado fundamentalmente a la clase media y sus distintas variaciones de supervivencia, en los referentes urbanos del país.
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